Soy

Prometeme el cielo y te dare la tierra.



jueves, 23 de febrero de 2012

Diosa madre...


Al principio los dioses vivían al final del mundo, el cual era el universo completo, infinito e indefinible. Allí donde acababa el mundo, la última pradera de verde hierba, comenzaba una  explanada de agua, con piedras estratégicamente ordenadas, redondas y blancas, apoyadas en el fondo arenoso completamente liso e inmóvil, sin vida. Esta superficie se extendía no solo en horizontal, sino que el agua formaba una bóveda celeste en la que tras las nubes se podían distinguir las piedras, más grandes en el cielo que en la tierra. Tras la capa de agua se distinguía una enormísima luna, ni siquiera existía el sol, la perfección sabe iluminarse sola. Es decir, la tierra con la única existencia de la pradera y el agua extendiéndose en todas direcciones. Solo arena y agua en un estado tan puro que, sumado a la inmovilidad, hacía que el tiempo se parase. Por eso los dioses eran inmortales. Pero ellos no lo sabían. Solo eran los únicos habitantes de un mundo tan infinito como su propia existencia. Apenas una mujer y su hijo. ¿Acaso no es eso la vida? ¿Una maravilla que se autoengendra? 
La Diosa madre y su hijo jugaban en la pradera. El crecía puesto que nunca había pisado las piedras en las que se paraba el tiempo… Un día el niño fue consumido por sus ansias de alcanzar el cielo. De ver la luna de cerca, de jugar sobre aquellas piedras que habían observado la eternidad, redondeadas… es más… un dios puede hacer lo que quiera. Así que el niño echo a correr, con su madre llamándolo a gritos en ese silencioso mundo. Y el niño salto a la primera piedra, y a la siguiente, y a la siguiente. Una tras otra, hasta que llego al cielo. Tardo una eternidad, pero como el tiempo no existía eso no tiene importancia.
Pero el peso de los años, de los eones, de la eternidad, estaba sobre los hombros de los dioses, y el niño caminaba ya sobre la piedra que colmaba el centro del cielo, y esta, ante tal peso cedió, cayendo. Cayendo y arrastrando a las demás, una por una. El infinito número de piedras cayo, formándolo todo. Y por primera vez, en aquella vorágine se formaron millones de soles, millones de planetas, millones de piedras girando por la infinidad del universo. Polvo, agujeros negros formados por las ansias de aquel niño, que lo devoraban todo. Y a lo lejos la Diosa madre observaba, ya inmóvil, como la sangre de su sangre ascendía con una luz cegadora, dispuesto a alumbrar el planeta en el que había conocido la vida, la eternidad, y en que, por primera vez, existiría la imperfección. Esa imperfección que haría que el universo ya no brillase con luz propia. Pero no importa, porque no hay nada más brillante que la ilusión de un niño.
Y la pradera ya no volvió a ser perfecta: el césped ya no era solo césped, sino que cada brizna era distinta, y evolucionaba y se hacían cada vez más diferentes, convirtiéndose en mil especies. El viento sopló por primera vez, dando vida al mar. Y la vida siguió su curso. No sin la atenta mirada de la Diosa madre, que cuidaba cada cambio que se producía en la vida, cada evolución. Sin perder de vista a su hijo, ya lejos de sus brazos, en lo alto, allí donde él quería estar, en el cielo, inmortal. Inmortal como ella, inmortal como la vida, aunque no como los vivos, los animales nunca pisaron las piedras de la inmortalidad. Pero sea como sea… la vida fluye.

martes, 14 de febrero de 2012

Cuentos de lobos: La muerte de Shura

La furia erizo su pelaje, desde la punta de las orejas hasta el extremo de su espesa cola, se hinchó, aumentando su tamaño hasta límites insospechados. No dio ningún paso de aviso, ni un rugido, nada. Simplemente se abalanzó sobre su objetivo. Al tiempo que soltaba el cuerpo desnudo de Manya, giraba apenas por un instante y clavaba aquella afilada espada en el gigantesco cuerpo de la bestia. Con una amplia sonrisa bajo la capucha, construida cuando aún estaba de cara a la muchacha. El brujo sujeto todo el peso con apenas un brazo, casi por encima de su cuerpo. Shura la miró. A las espaldas del despiadado asesino, paralizada, Manya dejo de respirar, con la mirada clavada en los ojos completamente negros de su compañero, poco a poco más vacía…
El cadáver cayó a plomo sobre el suelo de mármol. El encrespamiento desapareció de golpe y la sangre empapó el pelo que estaba en contacto con el suelo, respetando las leyes de la gravedad. Apenas se distinguía la sangre con el rojizo pelaje. Los ojos continuaban abiertos, aun con brillo. La muerte había sido demasiado rápida, lo que implicaba que Chucrith había acertado en un punto exacto. El corazón, puede, o un pulmón… no, el pulmón le habría hecho toser o retorcerse al menos. Fuese como fuese aquel hombre había atravesado con su hoja algún órgano vital. Se giró, de nuevo hacia la muchacha, pero sin mirarla, limpiaba la cuchilla con admiración. Manya intento dar un paso hacia su amigo, pero sus piernas flaquearon y cayó de bruces contra el suelo. Estaba frio. Se arrastró hasta el cadáver, en silencio, sin llorar. Lo abrazó. Aun estaba caliente. El mago reía de espaldas a ella.
Se consumió por un instante, enredando los dedos en el pelo inerte. Aferrándolo, junto su pequeña frente contra las orejas de Shura. “Sé que sigues ahí dentro… tengo sitio para los dos. Entra en mi… solo un momento…”

domingo, 12 de febrero de 2012

Sin atender a razones

Solo era la perfecta imperfección imperfecta embotellada en forma de niña. Siempre sonriendo. Siempre tomando las decisiones incorrectas aun sabiendo que lo eran. Escuchar un “No” era razón más que suficiente para intentarlo.

miércoles, 8 de febrero de 2012

De praderas y anemonas

La niña observo la anemona de tonos morados. No necesitaba su libro de significados; una persona que se había criado entre altas hiervas como ella ya lo sabía: Efímera. Observo su tenue reflejo en la roca húmeda. Ya lo sabía. Claro que lo sabía. Era una niña, pero incluso las niñas entienden que no solo las personas mueren, los sentimientos y las palabras también. Giro sobre sus pies, pero la persona que había dejado la pequeña flor ya estaba demasiado lejos. Sus labios se despegaron por un momento y susurraron tenuemente al viento, a media voz quebrada por las lágrimas apunto de precipitarse por sus mejillas:“Adiós”