Corrió
como nunca, descalza, chapoteando en el lodo, la ropa que quedaba por debajo de
las pantorrillas acumulaba toda la masa de barro que podía, haciéndola torpe y
pesada. Pero tenía que hacerlo, esa lucha era suya. “Se lo diré, le diré que le amo y que ya da igual todo. Que ella no me
importa cuando estoy a su lado… funcionará, confía en mí, confía en nosotros.
Puede que ya hayas hecho esa promesa a otra persona, pero daría mi mundo si lo
intentases, si me ayudases a intentarlo. Me muero por que me escuches decirte
te quiero y que la respuesta no sea una evasiva…” Fatigada hasta el borde
del desmayo, harapienta y salpicada de barro hasta la cara, aporreo la enorme y
lujosa puerta, manchándola también de espesos churretones y goteras de fango, más
espeso a pesar de la humedad del ambiente. Los sollozos de cansancio se
entremezclaban con los gemidos de angustia al igual que la tierra de sus
mejillas se diluía en los espesos lagrimones. Aquella maldita puerta no se abría. ¿La estarían escuchando? Si. Por dios. Claro que la estaba escuchando. “Tengo que decirte que te quiero… Por favor…”
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