Al
principio los dioses vivían al final del mundo, el cual era el universo
completo, infinito e indefinible. Allí donde acababa el mundo, la última
pradera de verde hierba, comenzaba una
explanada de agua, con piedras estratégicamente ordenadas, redondas y
blancas, apoyadas en el fondo arenoso completamente liso e inmóvil, sin vida.
Esta superficie se extendía no solo en horizontal, sino que el agua formaba una
bóveda celeste en la que tras las nubes se podían distinguir las piedras, más
grandes en el cielo que en la tierra. Tras la capa de agua se distinguía una
enormísima luna, ni siquiera existía el sol, la perfección sabe iluminarse sola.
Es decir, la tierra con la única existencia de la pradera y el agua
extendiéndose en todas direcciones. Solo arena y agua en un estado tan puro
que, sumado a la inmovilidad, hacía que el tiempo se parase. Por eso los dioses
eran inmortales. Pero ellos no lo sabían. Solo eran los únicos habitantes de un
mundo tan infinito como su propia existencia. Apenas una mujer y su hijo.
¿Acaso no es eso la vida? ¿Una maravilla que se autoengendra?
La
Diosa madre y su hijo jugaban en la pradera. El crecía puesto que nunca había
pisado las piedras en las que se paraba el tiempo… Un día el niño fue consumido
por sus ansias de alcanzar el cielo. De ver la luna de cerca, de jugar sobre
aquellas piedras que habían observado la eternidad, redondeadas… es más… un
dios puede hacer lo que quiera. Así que el niño echo a correr, con su madre
llamándolo a gritos en ese silencioso mundo. Y el niño salto a la primera
piedra, y a la siguiente, y a la siguiente. Una tras otra, hasta que llego al
cielo. Tardo una eternidad, pero como el tiempo no existía eso no tiene
importancia.
Pero el
peso de los años, de los eones, de la eternidad, estaba sobre los hombros de
los dioses, y el niño caminaba ya sobre la piedra que colmaba el centro del
cielo, y esta, ante tal peso cedió, cayendo. Cayendo y arrastrando a las demás,
una por una. El infinito número de piedras cayo, formándolo todo. Y por primera
vez, en aquella vorágine se formaron millones de soles, millones de planetas,
millones de piedras girando por la infinidad del universo. Polvo, agujeros
negros formados por las ansias de aquel niño, que lo devoraban todo. Y a lo
lejos la Diosa madre observaba, ya inmóvil, como la sangre de su sangre ascendía
con una luz cegadora, dispuesto a alumbrar el planeta en el que había conocido
la vida, la eternidad, y en que, por primera vez, existiría la imperfección.
Esa imperfección que haría que el universo ya no brillase con luz propia. Pero
no importa, porque no hay nada más brillante que la ilusión de un niño.
Y la
pradera ya no volvió a ser perfecta: el césped ya no era solo césped, sino que
cada brizna era distinta, y evolucionaba y se hacían cada vez más diferentes, convirtiéndose
en mil especies. El viento sopló por primera vez, dando vida al mar. Y la vida siguió
su curso. No sin la atenta mirada de la Diosa madre, que cuidaba cada cambio
que se producía en la vida, cada evolución. Sin perder de vista a su hijo, ya
lejos de sus brazos, en lo alto, allí donde él quería estar, en el cielo,
inmortal. Inmortal como ella, inmortal como la vida, aunque no como los vivos, los animales nunca pisaron las piedras de la inmortalidad. Pero sea como sea… la vida fluye.
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