Soy

Prometeme el cielo y te dare la tierra.



miércoles, 16 de noviembre de 2011

Manias de Yara


La habitación estaba muy oscura. Ella simplemente estaba tumbada boca abajo, con el torso descubierto punteado de sudor, al aire la cicatriz y un tono amoratado que no indicaba nada bueno. Tampoco sería de extrañar una infección; el aire estaba sucio y no parecía que hubiesen cambiado las sabanas después de que los últimos inquilinos de aquel hostalucho de centro se marchasen, lo notaba en el olor, y debo añadir que los susodichos no fueron unos santos en esa cama. “La próxima vez nos quedamos en la furgoneta”, pensé taciturna desde mi punto de veladora. Ness arrugó la cara por un momento en un gesto de dolor o asco y continúo moviendo los ojos frenéticamente con los parpados cerrados. Habían pasado cuatro horas pero no había despertado. El sueño empezaba a poder conmigo hasta el punto de cabecear. Ni siquiera podía moverme. De hecho puede que aquello fuese un sueño. Note un cierto movimiento en el cuarto y una vocecilla en el fondo de mi mente plasmo un “no sobrevivirá a esta noche”. Abrí los ojos de golpe para ver como Yara se arrastraba por la cama hacia Ness, hasta tener la cara a unos pocos centímetros por encima de la herida, el pelo resbalo por su hombro formando una cortina justo en el momento en el que lamió la zona amoratada en una enfermiza visión para el gusto de cualquiera. Me pregunté si Gahiji y ella habrían apostado la muerte de Ness. Se paró en seco y volvió a su maleta, en la que empezó a rebuscar con un silencioso pero gran entusiasmo. Habría que ventilar el cuarto, aunque quizás molestase el ruido o la luz de las farolas; menuda estupidez, si iba a morir ¿no daría igual?
-Yara, abre la ventana.
Pero no. Yara estaba de nuevo encima de Ness, sentada a horcajadas con una tela atada y un pequeño escarpelo que parecía enredarse entre sus largos dedos que clavaba en la espalda de Ness mientras presionaba su cabeza contra la cama a fin de ahogar los gritos, mientras luchaba por continuar el borbotoneante corte sin que los espasmos y aspavientos de ella la tirasen. Apreté la garganta para no vomitar frente al macabro espectáculo del cuerpo de Ness chorreado de pus, sangre y el oscuro veneno, de una viscosidad parecida a la miel y un color semejante al de la tinta negra. El olor se volvió insoportable y el sueño finalmente pudo conmigo, a pesar de los gritos de dolor, que cesaron al cabo de poco, de lo que deduje que Ness había muerto. Había faltado a mi promesa. No la había apretado la mano antes de morir ni la había dicho lo mucho que me importaba.

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